Ayer jueves
el pare se despertó un poco molesto y guardó cama. La ventaja de haber terminado la carrera y no estar trabajando es que estoy disponible para echar un cable en casa.
Por la mañana trabajé en el estanco: leí todos los periódicos, hablé con los del pueblo que pasan por el estanco entre el café y el bocadillo, los que recogen la prensa a primera hora y los que la cogen al final de la mañana, etc. Pero llegó la hora de cerrar: las 13:30.
En casa, mi padre seguía en la cama y
la mare, que llegaría a las tres, esperaba encontrar un platito caliente. Ayunar fue cosa del miércoles, así que el jueves tocaba recuperar el ritmo.
Mis virtudes culinarias se reducen a pasta blanca, arroz y huevos fritos. Pero me armé de valor para sorprenderme a mí mismo. Consulté varios libros de cocina (en los pasados reyes cayó, a modo de indirecta, un librito de cocina para jóvenes). El problema era encontrar una receta asequible que estuviera en consonancia con las existencias. El resultado: patatas a la cazuela, receta de las
Hermanas Clarisas del
Monasterio de Santa Clara, en Briviesca, provincia de Burgos. La saqué del libro
Cocina Monacal: los secretos culinarios de las hermanas clarisas.
Como las patatas eran de nuestro huerto -pequeñísimas-, pelarlas me llevó casi media hora. Pero fue lo único molesto. Después, un poquito de aceite para dorar el ajo; poner los guisantes y las patatas a la cazuela, rellenar de agua hasta cubrirlo todo y esperar. Y para terminar, a modo de guinda, posar unos huevos en la superficie que, con la temperatura del agua, se cocieron al momento a modo de pelotilla, dejando la yema entre líquida y sólida.
Os prometo que me sorprendí al terminar. Ni mi pensamiento más optimista creía que fuera capaz. El pare bajó a comer y dijo que me quedó bien, aunque escaso de sal; no es problema: a mí madre no le disgusta, a mí tampoco y a mi padre no le conviene.
Y por la noche, Nico también lo comió -añadiéndole sal- y aseguró que estaba riquísimo. Será cuestión de ponerse el delantal más a menudo.